Desde
el día de su nacimiento Carlos fue, sin ninguna duda, un hablador nato.
A
muy temprana edad pronunció su primera palabra: “Mejunge”, y cada nuevo día más
palabras decía: “Cajero”, “Cartabón”, “Estupefaciente”, “Profiláptico”…
No
tardó Carlos en inventar su primera vocablo, que tiempo después fue aceptado
por la Real Academia de la lengua Española: “Acagreo” fue el recién nacido.
Expertos
logopedas venidos de todo el mundo para estudiar su caso no podían calificar su
progresión de otra forma que de sobrehumana.
Palabras
y palabras que salían de su boca, articuladas por sus prodigiosas cuerdas
vocales. Horas y horas de habladurías pobladas de los más novedosos y complejos
términos.
Con
el tiempo, poco a poco, Carlos fue juntando más y más unas palabras con otras
como medida para ahorrar tiempo e invertirlo su particular afición. Las unió
hasta llegar el momento en el que éstas eran prolongaciones unas de otras que
hacía harto complicada la comprensión del discurso, solo interrumpido por
cortos y espaciados descansos para tomar aire.
Pero
Carlos no se detuvo aquí. Su empuje y voluntad hicieron que al no poder
acelerar más la retahíla de palabras, comenzara
a fusionar unas con otras dejándolas a medio decir. Si quería decir:
“Coche azul”; Carlos decía: “Cochazul”. Si quería decir: “Apoyabrazos”; Carlos
decía: “Apoyazos”. Esto creaba constantes momentos de gran confusión por parte
de los oyentes que además nunca eran resueltos, pues Carlos nunca se detenía en
su discurso vitalicio.
Al
fin, a la edad de quince años, como varios psicólogos habían pronosticado con anterioridad, Carlos
empezó a darse cuenta de que el resto de personas lentamente dejaban de
prestarle atención, cosa que provocó su enfado y rechazo. El pequeño voceaba
palabras de odio entrecruzadas en una masa de fonemas afilados jamás
comprendida en su gran mayoría por sus pobres receptores. Esta cadena cada vez se
asemejaba más a un murmullo sin sentido con una o dos sílabas de cada palabra,
que fue desembocando en una especie de grito de furia que engrosaba todas las
venas, especialmente la yugular y las de la sien de Carlos.
Un
seis de Agosto, como tristemente era de esperar, Carlos decidió suprimir los
espacios reservados para respirar. Tras años de ensayo, nuestro protagonista
había desarrollado una increíble capacidad pulmonar, que permitió que, tras su
último respiro, a las seis horas, treinta y un minutos y veintitrés segundos de
aquel mismo día, Carlos aguantara exactamente setenta y cinco segundos. Después
se desplomó muerto, y la vida de todos aquellos que convivieron con él nunca
volvió a ser la misma, acompañada por un profundo vacío que sus tímpanos jamás
volvieron a llenar.